Dejar la ciudad.

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Dios me hizo un animal del desierto, semejante a él, a cualquier rostro,

a los rostros de las llamas que aúllan en los portales de las cuencas de los océanos.

Despierto ebrio en la madrugada, él despierta conmigo.

Salivo en mis labios partidos y su presencia los amarga.

Mis hermanos, a cada uno de ellos los escucho gritar esta noche por salvación;

no puede haber paz en el corazón de un imperio...

soy un hombre creyente, y he ya pagado el daño que he hecho

a lo único que me importó en vida; que una mujer joven hiciera poner

mis manos sobre su espalda débil y enrojecida por el frío;

tener un camino por donde volver iluminado por la luna

desde los golpes en el bar, la miseria de los siglos,

el recuerdo de la mujer piadosa y su sonrisa de fuego

hasta el cementerio para ver los ojos de mi padre,

nuestro gran padre, cerrarse otra vez en el final del camino

entre las grietas de los montes donde duermen tranquilas

las criaturas más crueles que se puedan imaginar...



Para alcanzarte esta noche, debiera dejar el alcohol.

Para alcanzarte esta noche, con mi presencia incandescente

con la que desgarro mi garganta en cada sorbo y salvarte de una muerte indigna,

de ver mi rostro destruido en los sueños,

debiera ser ahora la última vez que te convenzo para hacer el amor

con las palabras, con la rabia de las palabras

que llevan a dos personas a buscar sus rostros,

me aconsejó con el cariño y la desesperación de un padre al borde la muerte

el sacerdote al que visitaba los domingos para ver nacer de sus manos

el relámpago que encandilaba su temeroso rostro,

el de nosotros viendo en las miradas entre la niebla y los destellos de tibia oscuridad

en los cuerpos desnudos de ángeles hechos de mármol, sangre y rosas,

en los labios y mejillas el color del pudor y la resignación,

la rabiosa voz de la fe.

Creímos en el poder del canto de las bestias redentoras del frío cruel de las iglesias,

que la fuerza de los pechos de los muertos

está en la voluntad de las armas de los pobres, escuchamos venir el mar mercante,

la tristeza, la pasión, el misterio del alimento de las ratas,

la sotana que entre las sombras nos entregaba el lugar

donde llorar a los seres queridos fallecidos y desenterrados

que aún nos hablan dolientes en las cruces de nuestro trabajo diario.

Los recuerdos de la vida pasada son intocables, el deseo

era algo desesperante que no tenía nombre, recuerdos que se convertirían en eternos

por el esperado secreto que tenía Dios con las mujeres

viajando por el aire entre los vestidos, como la calidad de los venenos

que antes de matar, dejan el espíritu exaltado

con las profundas voces de los cuartos oscuros...



Esta tarde estabas triste, te veías cansada, ardiente y soñolienta,

habías esperado en vano la noche de mi suicidio

y el reencuentro con mi voz aguardentosa,

el reencuentro con esa vieja mujer que rodeaba el cementerio

y que se parecía a tu madre, el milagro en tu velador, el amanecer

después de contarte los secretos crueles por los que agacho

la cabeza entre tus manos esperando ser juzgado por algún animal de las sombras...

Diez años atrás, cuando aún era algo más joven que tú

y estaba frente a nosotros el silencio que llenar

con baladas, sexo y nostalgia, las mismas calles de toda la vida que volver a construir

para correr a abandonar los derroteros en las esquinas del agua de lluvia estancada

en los inviernos en donde detrás de la calidez de la conciencia dormida hablábamos en

silencio de la vida y la muerte, de la tierra húmeda y de la sangre de los corazones.



Diez años atrás, cuando todo lo que tenías eran tus esculturas apiladas en una bodega

demostrándote en secreto el arte contenido en los animales cansados,

tus párpados violáceos después de llorar por la impotencia de no poder

agarrar el mundo con tus manos, sobre tu ombligo y hacerlo arder con tu pasión,

cuando mi piel era pálida y mi dorso ágil y mis pensamientos debían servir

al bien que se esconde detrás de los corazones, a los corazones que se esconden

detrás de los objetos, a los objetos de la memoria que tienen su propio olor.



Diez años atrás, cuando me hablabas de tu padre desaparecido,

al que extrañabas y que fue exiliado por su cariño

por el trabajo con la madera y por todos los espíritus

que descansan en las manos heridas que persiguen las vetas.

Cuando te hablaba la voz de mi padre, el castigo de la vergüenza bastarda,

la angustia de lo divino, el poder de los elementos,

ese hombre sonriente, grave y sarcástico,

músico frustrado, jugador reprimido

que preparó su juventud levantando durmientes abandonados

de las estaciones de ferrocarriles; en ese entonces, no hubiera sido casualidad

encontrarte en mi camino, encontrarte en mis vicios,

en la carga cegadora del aire antes del anochecer y en las imágenes del desierto;

no teníamos que sacrificar nuestras vidas, nuestra dignidad,

para comenzar a olvidarnos...

has logrado tenerme en vela mirando las calles,

en mi mente las cordilleras y los montes demolidos por la persecución ansiosa

para alcanzar a los animales que en sus estómagos tendrían el valor del polvo milenario,

has logrado cansarme el cuerpo, despertarme el deseo; despertarme el cuerpo,

cansarme el deseo, de todo, de estar vivos,

he comenzado a dormirme triste y tranquilo, hablar con la oscuridad,

llorar en libertad como los niños, pensar que nacimos dueños y castigadores

del mundo que no conocemos, cuando sólo necesito un trago...

que te acerques con otro nombre para pedir un vaso hasta el tope,

un lugar donde dormir, hablar ebria, regalar los objetos coronados de tu ropa;

confiar, confiar, confiar...



Tengo rabia, el resto de los animales no podrán volver a escucharnos...

por qué detienes mi embriaguez, por qué no me dejas pelear cuando alguien pretende

que puede despreciar tus vestidos.

Pon tu mano sobre mi espalda, en los rincones de la carne desgarrada,

el frío del viento es igual entre los árboles, la muerte cruza igual nuestras vidas

armándonos de nombres y fuerza en nuestros pechos,

el agua del mar envenena la carne entre los pliegues de tu piel

cada vez que cierras los ojos y no quieres ver el día terminar otra vez...



Lo que estoy pidiendo, es que devuelvas el alma que robaste de los rosarios,

devuelvas mi alma al pozo negro, donde el elemento de las águilas

parece susurrar la palabra padre...



 
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